Geografía en Noveno Año

¨Hace mucho tiempo ya existían dos hermanos: Ying y Yang. Ellos tenían la misión de crear un lugar seguro donde se pudieran hacer cosas nuevas y donde pudiera crecer mucha vida. Ying insistía en que todo debía tener un fin, que toda vida que hubiera en ese lugar tenía que terminar; que aunque allí existiera la bondad, también debía existir la maldad. Yang no concordaba con Ying, pero su misión era crear este lugar entre los dos. Yang accedió a que toda vida terminara en algún momento y que haya personas buenas y malas. Cuando todo estuvo balanceado, Ying y Yang crearon este lugar seguro, pero no tanto; luminoso, pero con oscuridad. Y crearon el día y la noche, el sol y la luna, los mares y los desiertos. Y así formaron el planeta Tierra.¨

 

¨En los principios del mundo, cuando los hombres comenzaban a reunirse en tribus y se empezaban a formar las comunidades, muchos pueblos no se llevaban bien entre sí y siempre confrontaban. Entraban en conflicto por los bienes esenciales para subsistir. Peleaban por la comida, por el agua y por la tierra. Y aquellos enfrentamientos podían durar días, meses y hasta años. Para que esto no sucediera, existían guardianes de la paz que intervenían en estas situaciones y volvían todo a la tranquilidad. Estos guardianes eran unos gigantes enormes, figuras imponentes llamados Los Montas que pertenecían a la tribu de los Córdilles y que estaban desparramados por todo el planeta montando unos dragones voladores enormes que se llamaban Lavus. Si bien a simple vista los Montas eran de temer -sobre todo por los dragones que largaban fuego por la boca y la nariz- eran los seres más tranquilos que podían conocerse y solo querían que el mundo conviviera en paz.

Una vez, los pueblos se convulsionaron de una manera inaudita hasta ese momento y las batallas que se habían generado parecían imparables. Los Montas habían intentado durante diez días frenar el choque, pero nada habían podido hacer y las víctimas iban aumentando. Cuenta la leyenda que Everest, el más respetado y líder de la tribu, viendo que no podía detener la guerra, ordenó a todos los guardianes acostarse junto a los Luvas sobre la tierra, creando una frontera entre los pueblos en conflicto. Y, así, todos los Montas y sus dragones, con sus enormes cuerpos, separaron a los enemigos recostándose unos sobre otros, logrando de esta manera que se terminaran los enfrentamientos. El sacrificio no fue nada fácil, tuvieron que quedarse acostados por casi mil años. Pero nunca se levantaron porque ante todo, para ellos, estaba la paz. 

Con el tiempo, los gigantes fueron quedándose sin vida y, cuando todos murieron, la naturaleza que es sabia los transformó en roca sólida para que los pueblos no volvieran a atacarse. De esta manera, los Montas se convirtieron en montañas y los Luvas se transformaron en volcanes, que, cada tanto, cuando presienten que puede haber una pelea, liberan restos de su fuego que cae en forma de lava por las laderas para que nadie pueda avanzar. 

Así fue el origen de las cadenas montañosas que hoy conocemos como Cordilleras, en honor a la tribu de los Montas y los Luvas, los guardianes de la paz.

 

Los Montas

Guardianes de la paz

surcan el cielo

el fuego de un Luva

advierte al guerrero.

 

Detengan la batalla,

pelear nunca es bueno

dialogar es el camino

para ponerse de acuerdo.

 

Allí van los Córdilles

gigantes del afecto

se acuestan eternamente

con sacrificio y con respeto.

 

Allí permanecen como rocas

fueron guardianes del honor,

son los Montas y sus Luvas

formando montañas con amor.

 

¨El sol fuerte, la brisa que te despeina, la sal que te deja el pelo duro, la arena que te quema o se te pega en los pies. Definitivamente, odiaba la playa. Sí, por mucho que cueste creerlo, la playa era mi lugar menos favorito en el mundo. Lo único que me gustaba era el mar, el ruido de las olas, el hecho de que me limpie los pies cubiertos de arena o que me refresque del sol lo convertía en la mejor parte del viaje. Aún así, no solía meterme en él. Pero era uno de esos días donde hacía todo al revés: me había despertado temprano, de buen humor y, hasta ese momento, no me había quejado de nada. No sé si ya lo he dicho, pero el guiso de mondongo me parece la cosa más espantosa del mundo culinario, ah, pero adivinen, ¿quién se había levantado con antojo de éste? Sí, yo. En fin. Todo lo que me había sucedido hasta ahora era extraño, pero comparado con lo que me sucedería aquella tarde, lo acontecido anteriormente era la cosa más común del mundo. 

Era un día muy caluroso y con mucho viento, uno de esos días en los que tenés que estar atenta a la sombrilla para que no se te vuele, y taparte las piernas de la arena porque si choca, pica. Me resultaba muy incómodo permanecer así, por lo que decidí meterme al mar para limpiarme y refrescarme. Primero, los tobillos, luego, hasta la cintura, y, no sé cómo, el agua llegó hasta mi cuello. Claramente, eso no era lo que quería, pero sí parecía ser lo que ese enorme mar deseaba. No sabía cómo volver, mi desesperación fue aumentando y, aunque lo intentaba, no lograba avanzar hacia la orilla. Mi lucha en contra de la corriente duró unos segundos más en los que el agua me absorbió. Luego, me desmayé. 

No sé por cuánto tiempo permanecí inconsciente, pero cuando desperté mi ropa estaba seca. No tardé mucho tiempo en darme cuenta que el lugar donde había despertado no era aquella playa llena de gente, sino un arroyo con el agua más transparente que un cristal. Me costó creer que aquel mar tan feroz y marrón finalizaba en un arroyo tan calmo y cristalino. Miré hacia mi alrededor y noté que me hallaba en el interior de un volcán. En sus paredes tenía incrustadas piedras preciosas. Dirigí la mirada hacia arriba, era de noche y, por el cráter, entraba la luz de la luna increíblemente grande y redonda. Me quedé mirando aquel hermoso escenario por unos minutos, los minutos más tranquilos de mi vida, eso pensé. ¡Já!, ¡Tenía 25 años! Pero si me vieran ahora, pensarían que soy un fósil. 

Después de contemplar ese bello resplandor, me puse de pie, sacudí mi ropa y sumergí las manos en el agua para lavar mi cara, pero algo me picó. Me eché hacia atrás rápidamente. Mi mano estaba colorada y sentía un fuerte ardor. Al asomarme nuevamente al arroyo, noté cómo un ser pequeño y luminoso nadaba hacia una de las rocas que yacía en la orilla, a unos pocos pasos de mí. Al subirse a la roca, pude ver mejor su extraño aspecto: parecía ser una pequeña mujer con ojos rasgados y profundos. En su cabeza parecía llevar una medusa como camuflaje. Su cuerpo estaba rodeado por una luz cálida y, entre sus dedos, lograban verse unas membranas palmípedas. Al verme, sus profundos ojos me hipnotizaron por unos segundos. Luego, volvió a meterse apresuradamente en el agua. Me levanté del suelo asombrada por aquella presencia. Me vendé la mano con una extraña planta y decidí seguir la corriente del arroyo.

 Después de una larga caminata por el interior del volcán, llegué a un extraño bosque repleto de glicinas y jazmines que trepaban por los troncos de árboles que parecían haber sido pincelados con diferentes colores. El aroma en ese lugar era extraordinario, realmente mágico. No sé bien cómo explicarlo, pero la energía de aquel lugar me hacía sentir bien, como cuando canto junto al fuego, tomo una ducha caliente en esos días nublados y fríos o como dormir mientras llueve, era increíble. 

Al comienzo del bosque había un cartel escrito en un idioma desconocido que a simple vista no logré descifrar. Continué caminando, metiéndome cada vez más profundo en aquel mágico lugar hasta que el arroyo se convirtió en una pequeña laguna donde había una estatua con forma de mujer. Estaba situada en la parte más verde, donde los árboles se abrían en círculo dejando entrar la luz del sol, pues ya había amanecido. Parecía que aquel inmenso bosque había nacido alrededor de aquella estatua. En las manos de la mujer yacía una especie de corazón que enterraba sus venas y arterias en el agua y otras en la tierra. Noté que las sumergidas absorbían el agua, luego parecía procesarla naturalmente convirtiéndola en un líquido color verde, como el verde de un brote. Por las arterias y venas enterradas, otorgaba ese líquido a aquel mágico bosque. Mis ojos no creían lo que estaba viendo, de alguna manera, aquel lugar me hacía sentir feliz. Sin embargo, no todo era felicidad y calma. Había seres extraños que no estaban contentos con mi presencia. 

Fue mirando aquel increíble milagro de la naturaleza que conocí otro de los seres fantásticos que vivían en aquel lugar: la serpiente alada. Como su nombre lo indica, era una serpiente blanca con alas en su espalda, seres muy fuertes que se alimentan de la sabia de los árboles. La blancura define su tiempo de vida, es decir, si son totalmente blancas su tiempo de vida aún es largo. A medida que sus cuerpos se van tornando grises, es menor la cantidad de años que les queda. 

Una de estas criaturas se lanzó sobre mí enroscándose en mi cuello y tirando fuertemente para arriba mientras otras dos se enroscaban en mis pies haciendo fuerza hacia abajo. La fuerza de aquellos seres era increíble y me era imposible librarme de ellos. A la vista eran criaturas hermosas, pero estaba claro lo peligrosas que podían llegar a ser. Cada vez tiraban y se enroscaban más, impidiéndome respirar. En aquel momento, cuando las tres serpientes parecían disfrutar mi tortura, miraron hacia un costado y me soltaron haciendo que me golpee la cabeza. 

Comencé a toser por el ahogamiento, me dolía todo el cuerpo y sentía la necesidad de cerrar mis ojos, pero antes miré también hacia el costado para ver quién había salvado mi vida. Y, mientras me desvanecía a causa del golpe, logré ver a un zorro de tres colas. Lentamente, se acercó hacia mí y me miró fijo. No sé si fue por el dolor, el cansancio o si realmente pasó, pero juro que pude escuchar su voz que me cantaba una canción de cuna en ese extraño idioma.¨

Agustina Perez, Geografía